Actividad Final Global
En este blog podrás encontrar reglas de la ortografía, así como algunos consejos que te serán de gran utilidad en tu vida cotidiana. La ortografía en el mundo actual es poco valorada, sobre todo con los procesadores de texto que corrigen de manera automática, la mayoría de las universidades se empeñan en enseñarte una profesión, sin poner atención a la ortografía, que es un elemento imprescindible, no solo en lo profesional, si no también en nuestra vida cotidiana. Nos ayuda a ser claros y darnos a entender. Si contamos con una buena ortografía, seremos comprendidos de una mejor manera por el mundo que nos rodea.
Te invito a que leas detenidamente este blog, le saques jugo y tomes lo importante para ti, para que lo apliques en tu día a día.
Punto y seguido, punto y aparte y la coma
El punto es uno de los signos de puntuación que más usamos al escribir. Está presente en oraciones, párrafos y textos enteros, ya que cuenta con muchísimos usos que nos permiten transmitir mensajes e ideas de forma clara y correcta.
💚 Punto y seguido: Este tipo de punto, por la función que representa, es el que nos permite separar ideas dentro de un mismo párrafo.
💙Punto y Aparte: Este tipo de punto es el que se encarga de separar un enunciado de otro que inicia un nuevo párrafo. Por lo tanto, las oraciones van en renglones o líneas distintas.
💗La Coma: es un signo gráfico que representa una pausa más breve que la del punto, y se utiliza con frecuencia en toda clase de textos.
Ejemplo: Texto "El perfume" del autor Patrick Suskind
En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más
geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres
abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste
Grenouille y si su nombre, a diferencia del
de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè, Napoleón,
etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en
modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y
tenebrosos en altanería, desprecio por sus
semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban
a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los
olores. En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas
concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera
podrida y excrementos de rata, las cocinas, a
col podrida y grasa de carnero; los
aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas
grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de
los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías
cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres
apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus
bocas apestaban los dientes infectados, los alientos
olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a
queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban
las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por
igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si,
incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra
vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se
había 4 atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no
había ninguna acción humana, ni creadora ni
destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera
acompañada de algún hedor. Y, como es natural,
el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor
ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía
en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el
Cimetiére des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los
muertos del Hotel-Dieu y de las parroquias vecinas, durante
ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día
tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando
los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la
Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron
y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a
protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y
abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las
catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo
cementerio se erigió un mercado de víveres. Fue aquí, en el lugar más
maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste
Grenouille. Era uno de los días más calurosos del año. El calor se abatía como
plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes
como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno
quemado. Cuando se iniciaron los dolores del parto, la madre de Grenouille se
encontraba en un puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures que
había destripado previamente. Los pescados, seguramente sacados del Sena
aquella misma mañana, apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los
cadáveres. Sin embargo, la madre de Grenouille no percibía el olor a pescado
podrido o a cadáver porque su sentido del olfato estaba totalmente embotado y
además le dolía todo el cuerpo y el dolor disminuía su sensibilidad a cualquier
percepción sensorial externa. Sólo quería que los dolores cesaran, acabar lo
más rápidamente posible con 5 el repugnante parto.
–Acaso tiene que apestar? –Apestan acaso tus propios hijos?
–No –respondió la nodriza–. Mis hijos huelen como deben oler los seres humanos.
Terrier dejó cuidadosamente la cesta en el suelo porque sentía brotar en su
interior las primeras oleadas de ira ante la terquedad de la mujer. No podía
descartar que en el curso de la disputa acabara necesitando las dos manos para
gesticular mejor y no quería que el niño resultara lastimado. Ante todo, sin
embargo, enlazó las manos a la espalda, tendió hacia la nodriza su prominente
barriga y preguntó con severidad: –¿Acaso pretendes saber cómo debe oler un ser
humano que, en todo caso (te lo recuerdo, puesto
que está bautizado), también es hijo de Dios? –Sí –afirmó el ama de
cría. –¿Y afirmas además que, si no huele como tú crees que debe oler (¡tú, la nodriza Jeanne Bussie de la Rue Saint–Denis!),
es una criatura del demonio? Adelantó la mano izquierda y la sostuvo,
amenazadora, con el índice doblado como un signo de interrogación ante la cara
de la mujer, que adoptó un gesto reflexivo. No le gustaba que la conversación
se convirtiera de repente en un interrogatorio teológico en el que ella
llevaría las de perder. –Yo no he dicho tal cosa –eludió–. Si la cuestión tiene
o no algo que ver con el demonio, sois vos quien debe decidirlo, padre Terrier;
no es asunto de mi incumbencia. Yo sólo sé una cosa: 11 que este niño me
horroriza porque no huele como deben oler los lactantes. –¡Ah! –exclamó
Terrier, satisfecho, dejando caer la mano–. Así que te retractas de lo del
demonio. Bien. Pero ahora ten la bondad de decirme: –Cómo huele un lactante
cuando huele como tú crees que debe oler? Vamos, dímelo. –Huele bien –contestó
la nodriza. –¿Qué significa bien? –vociferó Terrier–. Hay muchas cosas que
huelen bien. Un ramito de espliego huele bien. El caldo de carne huele bien.
Los jardines de Arabia huelen bien. Yo quiero saber cómo huele un niño de pecho.
La nodriza titubeó. Sabía muy bien cómo olían los niños de pecho, lo sabía con
gran precisión, no en balde había alimentado, cuidado, mecido y besado a
docenas de ellos... Era capaz de encontrarlos de noche por el olor, ahora mismo
tenía el olor de los lactantes en la nariz, pero todavía no lo había descrito
nunca con palabras. –¿Y bien? –apremió Terrier, haciendo castañetear las uñas.
–Pues... –empezó la nodriza– no es fácil de decir porque... porque no huelen
igual por todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por
ejemplo, huelen como una piedra lisa y caliente... no, más bien como el
requesón... o como la mantequilla... eso es, huelen a mantequilla fresca. Y el
cuerpo huele como... una galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de
arriba, en la coronilla, donde el pelo forma un remolino, – veis, padre?, aquí,
donde vos ya no tenéis nada... –y tocó la calva de Terrier, quien había
enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e inclinado, obediente, la
cabeza–, aquí, precisamente aquí es donde huelen mejor. Se parece al olor del
caramelo, no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso que es. Una vez se
les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos. Y así, y no
de otra manera, deben oler los niños de pecho. Cuando no huelen así, cuando
aquí arriba no huelen a nada, ni siquiera a aire frío, como este bastardo,
entonces... Podéis llamarlo como queráis, padre, pero yo –y cruzó con decisión
los brazos sobre el pecho, lanzando una mirada de asco a la cesta, 12 como si
contuviera sapos–, ¡yo, Jeanne Bussie, no me vuelvo con esto a casa!
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